La forma de las nubes

Categoría: cuentos

Título: La forma de las nubes

Sinópsis:  ¿Sueñas cuando viajas? ¿Viajas soñando? ¿Sueñas con viajar? Durante un trayecto en avión, los personajes de esta historia tienen varias experiencias, unas más comprensibles y otras que se escapan a todo razonamiento lógico. Si fueras tú el protagonista y te ocurrieran cosas extrañas durante el viaje, ¿qué pensarías? Compártelo en los comentarios.

El texto:

PARTE I

A Mario le encantaba viajar en coche, en tren o en cualquier transporte que le permitiera observar el horizonte y el paisaje, de modo que pudiera usarlos como fuente inspiradora para su desbordante imaginación. Veía figuras, colores y matices donde otros tan solo veían árboles, nubes o farolas. La madre era consciente de su potencial imaginativo y siempre intentaba que Mario lo usara como una herramienta creativa para aprender y divertirse. Uno de los juegos que más le gustaba era descubrir a qué se parecían las formas de las nubes y encontraba miles de objetos y animales dibujados en el cielo cuando viajaban en coche. Todo era posible cuando Mario daba rienda suelta a sus fantasías.

—Mirad, esa se parece a un perro y esa otra a una cara con barba. —Observaba entusiasmado el niño.

Cierto día, Mario se llevó la sorpresa de que viajaría en avión por primera vez y no cabía en sí de nervios y excitación.

—Mamá, desde ahí arriba se verán mejor las nubes y sus formas —afirmó Mario convencido­.

—No, hijo. Las nubes, de cerca, son más bien como bolas de algodón. —La voz de la madre sonó suave a la vez que tajante para no provocarle una desilusión a la par que para no crearle falsas esperanzas.

Una vez que despegó el avión, Mario comprobó que lo que le dijo su madre era cierto. No veía nada, ¡estaban dentro de las nubes! Con la desilusión reflejada en la cara, los padres pensaron en cómo animarle. Ni el cuento, ni el libro de colorear, ni ninguno de los pasatiempos que llevaban lo conseguía. Así que los tres se dedicaron a mirar por la ventana, sin más.

—Tengo una idea: en vez de ver las figuras, ¿por qué no las imaginas? —propuso el padre—. Supón que esa masa blanca que ves es el relleno de lo que tú quieras: un barco, un tren, un carro. Imagina que son ligeros como el algodón y que nos llevan volando a donde queramos.

—Pero eso no es posible, papá —respondió Mario—. No sé cómo es el tamaño de la nube y si me cabe un barco grande o un coche pequeño. Necesito ver dónde empieza y dónde acaba o qué forma tiene.

Después de semejante sentencia, para la que no había alegato posible, el padre desistió de dar más ideas y, de nuevo, quedaron los tres mirando por la ventana. Pasado un rato, Mario se durmió. Entonces, la madre se acercó a su marido y le sugirió en voz baja:

—Pintemos figuras en la ventana para cuando se despierte.

—Pero ¿tú estás loca? —dijo el padre señalándose la sien con un dedo—, que nos van a llamar la atención.

—Si no se darán ni cuenta, la azafata casi no se levanta. Tú vigilas el pasillo y, si viene, me avisas y paro —afirmó convencida.

—Estás fatal. ¿Y con qué piensas dibujar si se puede saber?

—Con mis lápices de maquillaje. Las pinturas del niño no valen, que ya lo he probado.

—¡Qué ya lo has probado! —repitió el padre con asombro e incredulidad—, pero ¿cómo se te ocurre?, ¿cuándo…?

La madre le tapó la boca para frenar la charla que se le venía encima y, sin dejarle terminar, respondió:

—Antes, cuando te has ido al baño.

Como en una película a cámara lenta, el pánico se apoderó del padre al ver a su mujer blandiendo en el aire el lápiz de maquillaje que se aproximaba a la ventanilla. No tenía ni idea de si era el de ojos o el de labios, pero eso no importaba, ya que a ambos los consideró peligrosas armas a punto de cometer un atropello en un avión. No quería ni mirar, así que no le quedó más remedio que vigilar el pasillo por si venía alguien. Y en esas estaba cuando ella le susurró al oído:

—Ya está.

Él se giró, vio la cortinilla bajada y predijo en tono triunfal:

—Con la cortinilla se te va a borrar, como en una pizarra de esas mágicas de los niños.

—No, ya lo he probado. Hay una pequeña separación que evita que se borre. ¿Qué te parece? —replicó ella al tiempo que chasqueaba los labios y elevaba las cejas en actitud autocomplaciente.

—¡¿Que qué me parece?! —Se llevó una mano al rostro para ocultar la mirada y no dijo nada más.

Pasado un rato, Mario se despertó y preguntó mientras se desperezaba:

—¿Queda mucho?

—Una hora más o menos —dijo el padre.

—¿Por qué habéis cerrado la ventanilla?

—Porque te daba el sol y no se veía nada. Abre, a lo mejor ahora se ve algo más —sugirió su madre.

Y, cuando Mario abrió la cortinilla, se encontró con las pinturas rupestres, o más bien grafitis, que su madre pintó para él: un avión, una casa y una familia con perro. Sorprendido, dijo:

—¡Ey!, ahora sí veo las formas rellenas de algodón.

Objetivo cumplido: su imaginación volvía a volar y la madre estaba satisfecha. El padre, contagiado de tal felicidad, se olvidó de su sensatez habitual, pero también de vigilar el pasillo. De repente, se oyó cómo alguien carraspeaba a sus espaldas y los tres se giraron como un resorte.

—¡Ejem, ejem! —Un tripulante, con los brazos en jarras, los miraba con una falsa sonrisa y se dirigió a ellos de manera irónica—. ¿Algún problema, señores? ¿Es qué no les gustaba la película ni ninguno de nuestros canales de entretenimiento?

Mientras los padres ponían caras de circunstancias y elevaban una media sonrisa, Mario, desde su inocencia, respondió:

—¿Le gusta? Mi madre lo ha pintado para mí, para que pueda inventar historias.

Pero eso no fue lo peor, ya que, al mismo tiempo que Mario daba su confesión, los padres respondieron al unísono:

—Ha sido el niño…

—Ya —les interrumpió el tripulante—, aunque para historia la que van a tener que contar tus padres cuando lleguemos —sentenció mirándolos fijamente.

Durante el resto del viaje y ante la atenta mirada del tripulante, que no les quitaba el ojo de encima, la madre se afanó en limpiar la ventanilla con líquido desmaquillante, pero con escaso éxito, ya que tan solo consiguió dejar el cristal lleno de restregones, como si de un eccehomo se tratara. La cabeza del auxiliar oscilaba de izquierda a derecha, en señal de negación e incredulidad, y siguió en la misma actitud cuando la artista le pidió un poco de agua y jabón.

Por su parte, tras pedir perdón y asegurar que lo limpiarían todo, el padre negoció con el sobrecargo y el comandante para que no los denunciaran a la llegada valiéndose de la conmovedora historia del niño triste. Al final les convenció y hasta echaron unas risas a costa de la ocurrencia. Ni que decir tiene que el eccehomo seguía allí al bajar del avión.

Cuando desembarcó el pasaje, el sobrecargo se dirigió al equipo de limpieza que subía en ese momento:

—Por favor, podrían limpiar la ventanilla del 25F. Se ha derramado un líquido y ha salpicado.

PARTE II

Se encontraba agotado, ya que la semana fue terrible: la caída en bolsa, una reunión de posibles inversores fallida… Nada resultó como esperaba. Esa misma mañana, la videoconferencia con los subdirectores de las delegaciones acabó como el rosario de la aurora, todo protestas y ninguna solución. Le invadía la desesperanza. La maldita crisis estaba haciendo mella en su motivación y en sus ganas. Solo le levantaba el ánimo recordar a su padre, que con esfuerzo fundó esa empresa, y el convencimiento de saber que él no debía rendirse, igual que su padre nunca lo habría hecho. Con la mirada perdida en las vistas que tenía al centro de la ciudad desde la ventana de su despacho, trataba de recobrar el ánimo cuando la voz del asistente le sacó de su letargo.

—Jefe, le recuerdo que el avión sale en poco más de una hora. Debería salir ya para el aeropuerto.

Estaba harto de viajar por negocios, siempre de un lado a otro, y de alojarse en hoteles impersonales de los que luego no recordaba ni el nombre. Pero esta vez era diferente: viajaba a una celebración donde estaría su familia, sus amigos. Ansiaba llegar y desconectar, aunque no estaba seguro de si lo conseguiría.

—Sí, gracias —confirmó al asistente—. Llama al taxi y reserva otro para que nos recoja a la llegada a mí y a mi acompañante; nos encontraremos en el aeropuerto, su vuelo llega casi al mismo tiempo que el mío.

PARTE III

Elvira trataba de organizar la maleta, pero siempre se encontraba con el mismo problema, pues nunca sabía qué llevar. Era solo un fin de semana, pero tenía que cambiarse varias veces de ropa. Por el día haría calor y por la noche refrescaría, así que, como resultado, la maleta acababa a reventar de prendas «por si acaso». Estaba deseando llegar porque se iba a reunir con la familia, a la que hacía tiempo que no veía.

Su hijo le había comprado un billete de avión en business. «Nada que ver con los tiempos en los que viajábamos en turista», pensó cuando estuvo sentada en su asiento, aunque guardaba muy buenos recuerdos de aquella época. Siempre le gustaron los aviones, ya que daba tiempo a dormir, a pensar, a charlar y, sobre todo, era el único transporte en el que no se mareaba. En cualquier otro, se revolvía tanto que luego pasaba un día entero sin comer.

PARTE IV

Aceptó el refrigerio que le ofrecieron nada más despegar, y sin reparar en su contenido, se lo tomó con ligereza, pues tenía hambre y estaba cansado. Viendo pasar las nubes, se quedó dormido al instante. Si algo le proporcionaban los viajes en avión era la ocasión de apagar el móvil y relajarse. Allí nadie le llamaba, no tenía reuniones, no trabajaba, podía perderse en sus pensamientos. La señal sonora y luminosa de abrocharse los cinturones le despertó al tiempo que por megafonía anunciaban el inminente aterrizaje, pero siguió recostado en el asiento, con los ojos cerrados, alargando su relax un poco más. Total, había visto miles de aterrizajes.

—Disculpe, señor, ¿se encuentra bien? —Le sobresaltó la voz de un auxiliar, que señalaba con la mano a la ventana.

Sorprendido por la pregunta, se giró y vio pintados un avión, una casa y una familia, y en su mano un rotulador. Sintiéndose a la vez desconcertado y lleno de vergüenza, le puso la caperuza y lo guardó. Se puso en pie, cogió la maleta, se estiró la chaqueta y se dirigió al perplejo auxiliar al tiempo que chascaba los labios y hacía un guiño rápido con un ojo:

—Pues estoy muy bien, pero es que no me ha gustado la película y, por cierto, parece que no me ha dado tiempo a dibujar el perro.

Dicho esto, aparentando una dignidad que en ese momento no sentía, se dio media vuelta y salió de la aeronave mientras el pobre tripulante balbuceaba:

—Pero si no hay película en este vuelo, señor.

Mario, con media sonrisa en la cara, caminó por la terminal hacia su punto de encuentro. Sensaciones de bienestar y de desconcierto le invadían a partes iguales, pero por un largo rato escapó de sus problemas. No tenía equipaje que recoger porque viajaba siempre con lo necesario en una pequeña maleta de mano.

PARTE V

Elvira tuvo un vuelo agradable y, aunque tan solo duró una hora, se había quedado, como ella decía, traspuesta. Vamos, que hasta roncó a juzgar por cómo la miraban el resto de los pasajeros, pero ya habían llegado y se sentía relajada. La cabezadita le sentó bien, ya que estaba agotada por la excitación y los nervios ante el esperado viaje. Se fijó en que aún tenía cerrada la cortinilla de la ventana y la levantó con cuidado. Sonrió al ver que no había nada en el cristal. «Bonito sueño», pensó. Se levantó del asiento, cogió su bolso y se dispuso a salir del aparato.

—Espero que haya tenido un buen vuelo —le dijo un tripulante a modo de despedida.

—Sí, muchas gracias. Por cierto, ¡qué limpias tenéis las ventanas! —respondió al tiempo que saludaba con un leve movimiento de cabeza.

La tripulación que despedía al pasaje se quedó estupefacta, sin comprender lo que la mujer quiso decir. Elvira se alejó por la pasarela, con una sonrisa de medio lado, recordando aquella anécdota.

PARTE VI

Mario, sentado en un banco de llegadas hasta que llegara su acompañante, trató de dar sentido a lo sucedido. Se abrieron varias veces las puertas de la sala de recogida de equipajes sin que su madre apareciera y llegó a preocuparse por un momento, aunque la conocía y seguro que le habría llevado más de la cuenta encontrar a alguien que la ayudara con la maleta llena de «por si acasos». Como sospechaba, en una de las aperturas apareció acompañada de un joven que tiraba solícito de la maleta. Mario se aproximó a ellos, se presentó al chico y le dieron las gracias. Se despidieron de él y se encaminaron en busca del taxi que les esperaba.

—Cariño, no te vas a creer lo que me ha pasado en el avión —dijo Elvira mientras caminaban.

—¿Qué, mamá? —preguntó Mario.

—Pues que me he quedado traspuesta y he tenido un sueño en el que recordaba cuando de pequeño te pinté aquellas figuras en la ventanilla. Y parecía tan real que era como si estuviera ocurriendo de nuevo. Tanto es así que he abierto la cortinilla para comprobar que no estaban ahí los dibujos cuando me he despertado, no sea que hubiera vuelto a pintarlos.

Mario, que llevaba a la madre agarrada del brazo, frenó en seco, se giró, la miró y esbozó una gran sonrisa.

—No te preocupes, mamá, ya lo he hecho yo por ti.

—¿El qué?

—Pintar en la ventana.

—¡Qué me dices! —dijo la mujer, tapándose la boca con la mano en señal de pánico—. ¡Pero te has vuelto loco! Aún recuerdo lo mal que lo pasamos, sobre todo tu padre.

—Pues no sé si es una locura, mamá, pero igual que tú has soñado, yo he tenido un déjà vu de lo más real y no sé cómo ha pasado, pero me he quedado dormido y, cuando me he despertado, estaba hecho.

Siguieron caminando y Mario no dejaba de darle vueltas en la cabeza a todo lo que les acababa de ocurrir. Su madre soñó con un recuerdo y, en cierto modo, era comprensible que en algún momento se avivara y volviera a su mente, y más si montaba en avión. Pero que él sufriera tal episodio de inconsciencia y que el sueño de su madre ocurriese casi al mismo tiempo… ¿Se trataba de una conexión mental, de una especie de telepatía? Para los más escépticos, se explicaría quizá como una simple casualidad o como una enajenación mental transitoria provocada por el estrés de la última semana. Pero Mario, que seguía siendo aquel niño de imaginación desbordante, prefirió pensar que el avión se convirtió, una vez más, en esa máquina que le transportaba al lugar donde su imaginación y más profundos deseos se harían realidad: disfrutar con su familia de un fin de semana en el que se iba a olvidar de todo y podría permitirse soñar.

Texto con corrección ortotipográfica y de estilo realizada por Celia arias http://www.celiaariasfernandez.com

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